martes, 7 de octubre de 2008

LA DESTRUCCIÓN PEDAGÓGICA DEL BACHILLERATO

La destrucción pedagógica del bachillerato
(para una crítica de la pedagogía dominante)


Para Juan Devis, que por no haber dejado nunca 
de ver dioses habrá de abandonar por un puesto de 
telefónico su plaza de profesor de biología de instituto.

1. El placer de enseñar. Hoy la poca asistencia de alumnos que va siendo normal en este instituto da lugar a que sólo tenga tres. Son tres chicas, que se han sentado en la primera fila. Dos de ellas son inteligentes. Hace mucho que no había tenido una proporción tan alta de alumnos inteligentes en clase. Y pronto empiezan a hacerse sentir los efectos. Doy una clase sobre la ética de Aristóteles, me centro sobre todo en su tratamiento de la felicidad. Dejo fluir la explicación, como si me limitara a prestar mi voz al filósofo. No hago nada más, las palabras me salen fáciles, quizá porque este fin de semana he estado ocupándome con la Ética Nicomáquea y creo ver claro lo que Aristóteles veía (pero también: es fácil concentrarse con la clase en silencio, es fácil hablar a quien está dispuesto a escuchar). Es, pues, como si la misma ética de Aristóteles fluyera hasta mis alumnos a través de mí; que llega hasta ellos lo veo en sus ojos, ojos que entienden y asienten (porque cuando el que entiende, con la mirada puesta en lo que está entendiendo, mueve la cabeza para asentir, es con los ojos con lo que asiente): sólo porque esos ojos tiran de ella puede fluir como por sí sola (en cambio, si los alumnos no tiran de ella con sus ojos al profesor la explicación se le corta; la enseñanza, cosa de por sí improbable y frágil, necesita de las mejores condiciones posibles). Es, pues, ¿qué trabajo?, un placer dar clase así, no tener que confiar más que en el objeto mismo de la clase y obtener ya el premio de unos ojos que entienden. (Como antes, ¿os acordáis?) Y es que uno puede confiarse en el objeto mismo con sólo que él tenga espacio en el que aparecer, en el que relucir (sí: hay cierto componente de brillo ahí: el de la cosa que aparece en toda su verdad, que se refleja luego en el de los ojos que la captan). Es el espacio transparente del silencio, el de la pizarra en blanco, el de las mentes que, ociosas, no sometidas aún a la esclavitud del trabajo, no se distraen pensando en calificaciones ni en títulos ni en deseos de papá (skholé, de donde "escuela", era, en efecto, ocio). Espacio que también es una cierta limpieza (porque el silencio, la pizarra en blanco, las mentes no impedidas con cosas que no vienen al caso, todo eso es limpieza). Es, pues, un placer dar clase en la limpieza y el espacio que dejan aparecer el objeto, porque así la enseñanza se produce por sí sola. Pero lo bueno es que con eso no estamos describiendo un tipo de enseñanza excelso, no estamos hablando del placer de enseñar en unas condiciones especialmente favorables, no: estamos hablando pura y simplemente del placer de enseñar. Pues "enseñar" no se dice así por casualidad, sino porque realmente consiste en mostrar, y ello implica ya ese "por sí solo": se trata sencillamente de "mostrar" el objeto como él es, de "dejarlo" aparecer; sólo hay que cuidar de que el objeto disponga de espacio y transparencia para aparecer, pues es él quien aparece. Por eso es de suyo tan fácil y placentero. Por eso a los matemáticos les gusta enseñar matemáticas, y a los hitoriadores enseñar historia, y a los dibujantes enseñar dibujo: como al enamorado hablar de su amor.
Sin embargo muchas veces hemos tenido que oir, los matemáticos, historiadores, dibujantes que damos clase en los institutos, que "no nos gusta la enseñanza". ¿Puede ser eso? Más bien lo que no nos gusta es el trabajo actual en los institutos. No sólo que no nos guste, es que, ciertamente, al vernos ante una pizarra (a veces para más inri en blanco), con tiza dispuesta, delante de hileras de alumnos sentados..., nos hacemos la ilusión de que esto va de enseñanza y que vamos a enseñar (o, más exactamente, como los internos de Auschwitz cuando soñaban con comida: ¡que sí, que ahora va en serio, que esta vez sí que vamos a poder!), pero, no bien empezamos una clase, descubrimos que no entienden la explicación, que no saben tomar apuntes, que nos dan la espalda para hablar con el compañero, que bostezan, que nadie nos hace caso, que sólo de ver sus caras se nos corta la explicación y ya ni nosotros entendemos el objeto que supuestamente había que enseñar, que nos tenemos que callar: no es, pues, que no nos guste enseñar, sino algo mucho peor: es que, para aquél a quien le guste enseñar, se trata de una tortura refinada, de un suplicio de Tántalo: unas condiciones que parecen evocar la enseñanza..., y en las que el más mínimo asomo de enseñanza es rigurosamente imposible.
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Enseñar, pues, es de suyo fácil y placentero. Pero los burócratas no podían permitir que esa enseñanza fácil y placentera fuera posible más que marginal y excepcionalmente. Quizá porque la burocracia esté esencialmente marcada por la sumisión a la ley del trabajo, ellos no podían dejar respirar un quehacer que demasiado claramente mostraba que era placer, o arte, pero no trabajo. Y así, dicen que eso no tiene mérito, enseñar a alumnos inteligentes, que entonces la enseñanza no sería trabajo. Que no tiene mérito enseñar a alumnos "ya motivados" (que es la especie bajo la cual aparece la mente limpia a la zafia pedagogía actual, incapaz en su burricie de entender que pueda uno moverse de otro modo que tras una zanahoria), sino que (merced a complicadas técnicas de abstruso nombre trabajosamente mascadas y aprendidas en cursillos impartidos a propósito por pedorros sacerdotes de la pedagogía) hay que tomarse el trabajo de motivarlos. Que no tiene mérito enseñar a alumnos con buena base, sino que hay que bajar al cenagal en el que chapotean los alumnos, arrojados por la sociedad a la basura, que no saben tomar apuntes, ni distinguir un sustantivo de un verbo, ni separar las palabras al escribir, que quizá no saben ni leer. Pues bien: ante tal cúmulo de testimonios habremos de reconocer que no, que quizá no tenga mérito, del mismo modo que quizá no tenga mérito practicar una operación quirúrgica en la asepsia del quirófano, cuando todo el mundo sabe que lo verdaderamente meritorio es realizarla en medio de un estercolero con instrumental oxidado. Ciertamente en esas condiciones los enfermos mueren, pero lo importante es que el médico se suda bien su sueldo y trabaja, y aprende también él lo que vale un peine. Ciertamente así se consigue que los profesores trabajen como condenados a galeras, o por lo menos aborrezcan su trabajo.
Es la obsesión actual: que la enseñanza sea a toda costa un trabajo. Y ciertamente, cuando se exige que todos los profesores de un mismo departamento sigan la misma programación, cuando se les hace explicar tanto lo que saben como lo que no saben, se empieza a conseguir que lo sea: que deje de ser un placer. El paso siguiente es la desconfianza hacia los profesores, como suponiéndoles una voluntad de escaqueo (generalización del firmero). Pero ¿es lícito dar por descontada la tendencia al escaqueo en una actividad esencialmente placentera?
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Es la enseñanza como remedio barato de carencias económicas y sanitarias. En cuanto se ha logrado, a base de droga y de paro y de chabolas, que un niño sea ya incapaz de aprender nada, se le envia al instituto a hacer la ESO. ¿Que con ello de paso se destruye el instituto?: ¿qué más da? Como dicen los maestros progres hablando de los profesores de bachillerato: ¡así aprenderán esos señoritos! Pero es que, aparte de dar su merecido a esos señoritos elitistas, se consigue algo de mucho mayor alcance: por un lado se asegura el mantenimiento de las diferencias de clase, pues la pretendida función de promoción social no la puede cumplir un instituto que en efecto está literalmente destruido (con lo que puede decirse que el sistema condena a esos alumnos a no saber jamás leer ni escribir por el sistema de mandarlos a hacer la ESO), pero por otro lado se obtiene una justificación ideológica "progre" y "democrática" al hacer pasar ese mantenimiento de diferencias de clase por promoción de las clases populares.
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ESO: Secundaria obligatoria: contradicción en los términos.
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2. Olvidar a Piaget.
Enseñar es dejar aparecer los dioses que hay en las cosas. Como a veces se argumenta que la enseñanza debe guiarse por la pedagogía y perfeccionar su técnica basándose en los avances de la ciencia, tal vez sea de alguna utilidad, dado que enseñar es en gran medida hablar, examinar el caso del habla: ¿qué relación tiene ahí la práctica con la ciencia, el habla con la gramática? Supongamos que llamo a la puerta de un despacho y oigo que me dicen "la puerta está abierta". Pues bien: si tomo esas palabras de modo natural, no percibiré en ellas una sarta de fonemas que merced a una complicada serie de reglas logran vehicular unos cuantos lexemas y morfemas, articularse en sintagmas y transmitir un significado; lo que percibiré en esas palabras es sencilla e inmediatamente lo que me están diciendo: que la puerta está abierta, o, más exactamente, que pase; si, al contrario, me ocupara en atender a los fonemas, a los morfemas o a las reglas que la frase pone en juego, de lo que ciertamente sería incapaz es de reparar en que me están diciendo que pase, que no me quede ahí pasmado en el pasillo. Percibir esas palabras como objetos de conocimiento científico me conduciría a ser incapaz de tomarlas como vienen, a quedarme bloqueado, poco menos que catatónico. El fenómeno es análogo a lo que sucede si alguien que mira hacia la calle desde detrás de un cristal focaliza su mirada sobre él: con ello habrá logrado neutralizar artificialmente su transparencia, opacificarlo, pues lo que de ese modo ciertamente no conseguirá es enterarse de lo que pasa en la calle. Es ciertamente una tautología que adoptar hacia algo una actitud científica es tratar ese algo como un objeto, como una cosa, y por lo tanto como algo "opaco". Lo que ya no es tautología es que hay "cosas" que por su propia naturaleza son transparentes, son no-cosas. Las palabras son una de ellas; por ello la actitud científica no puede por menos de radicalmente falsearlas; sólo la actitud natural, la del hombre corriente, las toma como lo que son. Pues es una constatación elemental que hablar todos sabemos. Así, toda persona normal puesta en la situación a que nos referíamos al principio, aunque se trate de un lingüista, tomará ante la frase "la puerta está abierta", la actitud del hombre corriente (la percibirá como transparente) y entrará en el despacho. Y es que hablamos bien cuando no pensamos en las palabras, sino en las cosas; cuando con las palabras pensamos en las cosas. Ciertamente ello no supone que la lingüística no sea una disciplina enormemente valiosa ni que sea inútil. Lo que sí supone es que la lingüística no es útil para decir a los hablantes cómo tienen que hablar. Y, por cierto, si puede ser útil para diseñar métodos de idiomas y máquinas de traducir es precisamente por tomar como objeto y como pauta el habla del hablante, exactamente igual que la entomología se rige por el insecto y no el insecto por la entomología.
Pues bien: el caso de la enseñanza es en gran parte reductible al del habla. Sea, pongamos por caso, una clase sobre los helechos. Los alumnos no saben nada de helechos; el profesor sí -que para eso es biólogo-: su función consiste en lograr que los alumnos sepan, por elementalmente que sea, qué son y cómo son y viven y se reproducen los helechos. En esquema: el profesor, como decían los griegos, "ha visto" ya los helechos; los alumnos no; la tarea del profesor consiste en mostrárselos de modo que al final del proceso pueda decirse que también los alumnos de algún modo los han visto, los conocen. Y de ahí que al proceso se le llame, desde el lado del profesor, enseñanza. Enseñar algo es mostrarlo, dejarlo aparecer. La tarea de nuestro profesor es, pues, la de dejar aparecer ante los alumnos los fenómenos más relevantes de la vida de los helechos -dejar aparecer: algo que por su propia naturaleza es "transparencia"-. ¿En qué otro lugar estará, pues, fijada su mirada y su atención que en esos helechos cuyas complicaciones -fases haploide y diploide, anteridios, arquegonios..., pero "en todas partes hay dioses", como decía Aristóteles en una ocasión similar, queriendo decir que nada, ni los helechos, es trivial ni tonto, que en todas partes hay algo sorprendente e inquietante, algo que se ofrece y a la vez se sustrae- hoy le ha tocado mostrar a sus alumnos de Bachillerato? Sólo si él mismo tiene su mirada puesta en esas extrañas plantas sin flores logrará inducir en sus alumnos una mirada semejante, sólo por estar él prendido, un poco como enamorado de ellas, logrará también prender de ellas a sus alumnos. Y sólo podrá haber de verdad aprendizaje (y no currículum), esto es, interés por el objeto, ilusión genuina por la cosa, cuando de verdad esté nuestro biólogo, él el primero, y a pesar de que teóricamente esas plantas le son familiares, siempre un punto sorprendido y maravillado por esos dioses que también en ellas hay. Si en ese trance, en cambio, preocupado por "perfeccionar su técnica basándose en los avances de la ciencia", se pusiera nuestro biólogo a pensar en si se encuentra en el segundo o en el tercer nivel de concreción, es discutible que pudiera, no ya ver ningún dios, sino simplemente mantener en orden la estructura de su tema. Pues con ello no haría otra cosa, de nuevo, que opacificar algo que por su propia naturaleza era transparente. Complicar lo que era sencillo.
No significa ello que nuestro biólogo esté, cuando da su clase como bien su sentido común le dicta, dando una clase "de cualquier manera". Todo lo contrario: del mismo modo que el hablante que habla sin preocuparse de gramáticas no por ello viola ninguna regla gramatical, sino que, al revés, la lingüística va a buscar las leyes gramaticales en el hablante, y por cierto en el hablante que no sabe gramática, así debería la pedagogía, si fuera honesta, estudiar el comportamiento docente de nuestro biólogo, no para darle consejos ni venirle con monsergas, sino para aprender de él las leyes de la enseñanza.
Olvidar a Piaget. A veces se argumenta, dando la razón a la pedagogía dominante, que la enseñanza, como toda técnica, debe guiarse por la correspondiente ciencia. ¿Qué diríamos -se argumenta- de un médico que despreciara los hallazgos del bioquímico porque "ese señor en su vida ha visto un paciente"? ¿Y de un albañil que ignorara los cálculos del arquitecto porque "ese señor nunca ha puesto un ladrillo"? Respuesta: diríamos, efectivamente, que son un mal médico y un mal albañil. Lo que pasa es que el caso de la enseñanza tal vez no sea homologable, pues, a diferencia de la medicina y de la construcción de edificios, a lo mejor resulta que no se trata ya de una disciplina técnica, sino simple y directamente de lo que podríamos llamar una actividad humana, como el amor y el habla. Y esas cosas no admiten especialización técnica. Por eso ante un presunto amante profesional no hablamos ya de amor, sino de prostitución, que como mucho sería una perversión del amor. Y si al que pretende convertirse en un profesional del habla no le negamos de entrada el título de hablante, no por eso es menos claro también en ese caso el carácter de perversión. Pues ¿qué sería un hablante profesional? Alguien que fuera capaz de "hablar bien" únicamente merced a su dominio de las "técnicas del lenguaje", esto es, sin necesidad de entender de aquello de lo que está hablando. Resulta así esa otra perversión, esa suerte de prostitución del lenguaje, que entre los griegos se llamó sofística. Los dos casos tienen, en efecto, la misma estructura: si el sofista puede prescindir del objeto de su decir es porque ha hecho del propio decir un objeto, algo que, como un arma, tiene efectos sobre el público, pero que, en su opacidad de objeto, no transparenta ya las cosas ni remite a fuera de sí ; si el amante profesional puede desentenderse del objeto de su amor es precisamente por haber hecho del propio amor mercancía y objeto, algo que por no remitir ya a nada es tan opaco e intransitivo como la palabra del sofista. Uno y otro destruyen lo esencial del amor y del lenguaje por hacer técnica de lo que es simple actividad humana, por tratar como cosa (susceptible por lo tanto de conocimiento sustantivo y especializado) algo que es esencialmente no-cosa, pura transparencia, puro "remitir a...".
Y aquello que vale para el lenguaje y para el amor, ¿cómo no iría a valer para una actividad que consiste esencialmente en hablar y que, cuando funciona bien, está siempre teñida de amor? En el diálogo platónico Crátilo se caracteriza la palabra como un instrumento enseñativo (didaskalikón) de la cosa: la palabra nos enseña, nos muestra a su través la cosa. Merced a esa transparencia se rehúsa como objeto de aprendizaje técnico: la palabra no es ningún objeto que quepa aprender porque en ella lo único aprendible es la cosa. Y menos aún la palabra docente, porque es en ella donde genuinamente de lo que se trata es de enseñar, esto es, de mostrar la cosa. Por eso la mejor enseñanza es la que de puro transparente pasa desapercibida, y al alumno le parece que no hay allí una lección sobre las plantas dicotiledóneas, sino que ellas mismas están presentes en persona.
Hay herpetólogos que estudian la digestión de los caimanes. Aprenden de ellos, de los caimanes, sin pretender enseñarles nada. Pues bien: investiguen los psicólogos los mecanismos de la enseñanza, si los hay, atentos a cómo enseñan los que saben la materia, pero si pretenden obligarnos a aplicar en la enseñanza los resultados de sus investigaciones, mandémoslos a paseo. Como mandamos al académico que nos quiere legislar el habla. Como lo hace el caimán con quien pretende enseñarle a digerir.
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3. Pedagogía moderna. Ahora (o al menos hace no muchos años) los niños tardan en aprender a multiplicar porque les enseñan, no que 2×7 = 14, sino que 2×7 = 2+2+2+2+2+2+2 = 14. Hace un poco más, pero también como efecto de alguna consigna de la pedagogía moderna (que las cambia, al parecer, con harta frecuencia), tardaban en aprender a sumar porque les calentaban primero la cabeza con el concepto de conjunto. Es una confusión propia de una disciplina adolescente, que aún no conoce sus limitaciones: la creencia de que el orden que rige entre los conceptos en sí mismos ha de regir también en su aprendizaje. O lo que en el fondo es lo mismo: que para que un concepto se capte hay que enseñarlo explícita y temáticamente (como si los niños no hubieran estado desde siempre aprendiendo el concepto de conjunto al aprender a contar). El exceso de teoría al principio imposibilita el único aprendizaje que sería entonces posible, el del simple manejo. Y cuando llega la edad del aprendizaje analítico y abstracto ya no hay manera, porque para eso haría falta que hubiera precedido aquel conocimiento por simple manejo que nunca existió.
Es éste un caso modélico de cómo un poco de conocimiento es incalculablemente más dañino que la simple ignorancia: como antes los maestros no habían estudiado psicología, no teniendo de la mente del niño modelos teóricos habían de fiarse de lo único que en estas cosas no falla nunca, la experiencia; como ahora han estudiado pedagogía y psicología, me lo marean, por ejemplo, hablándole de conjuntos. Lo que un pedagogo de éstos jamás comprenderá es que las cosas verdaderamente básicas e importantes son a fuerza de sencillas muy difíciles de explicar, por lo que han de aprenderse sin explicación.
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Por eso, porque lo verdaderamente importante es a fuer de sencillo muy difícil de explicar, es por lo que la ética no se puede enseñar en el Bachillerato.
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4. Enseñanza ideológica. Leo en el País una carta al director de unos alumnos de 4º de ESO de la asignatura de "medios de comunicación" que protestan de la poca presencia de mujeres en las páginas del periódico. Al parecer, pues, la ñoñería que se han atizao, que no desdeciría de unos políticos políticamente correctos, la han aprendido en las clases de "medios de comunicación". Pero, bueno: ¿cómo puede hacerse asignatura de algo de lo que, por caer inevitablemente dentro de lo social y lo humano, no hay saber positivo, no hay ciencia (pues la única "ciencia" posible es del estilo de la que en estas páginas estamos ejerciendo)? Es urgente desideologizar la enseñanza, y lo más urgente de todo tal vez eliminar de ella las presuntas "ciencias sociales" y todo lo que de ellas cuelga.
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5. Sobre la importancia de lo adventicio en los libros de texto modernos. El libro se titula, por ejemplo, Matemáticas. ESO 1. 1er Ciclo y al abrirlo por la primera página un índice nos informa de que no se divide en partes sino en "bloques", ni tiene lecciones sino "unidades didácticas" (como en la mili: "el abuelo no entra, el abuelo se introduce"). Sin atender a esas provocaciones pasamos hoja en busca de la primera lección, pero ¿la encontramos? Nanay, lo que encontramos es una doble página desperdiciada en el título del primer "bloque". Sobre un fondo de diseño a base de motivos deportivos en silueta (un tenista por aquí, una gimnasta rítmica por allá), coloreado todo él, como si estuviéramos en la camiseta de una selección nacional de fútbol, hallamos en letras muy grandes el epígrafe "Números y estadística". ¿Cómo un epígrafe puede necesitar una doble página? Es que han puesto más cosas: han puesto también cuatro recuadros, tres de ellos con foto a todo color incorporada, sobre tres temas de historia: "el ábaco", "las máquinas de cálculo" y "los ordenadores" y el cuarto, sin foto pero inclinado, sobre el "sistema de numeración en base 2". ¿Qué falta hacía eso ahí? ¿Se trataba de motivar? ¿O sólo de hinchar a bombo y platillo el comienzo del "bloque"? En la página de la derecha aparecen pintadas las puntas de dos lápices de colores, como metiéndose en ella desde fuera. En resumen: llevamos ya tres páginas, un cuadro sinóptico, cuatro recuadros, tres fotos y dos lápices adventicios y aún no hemos entrado en materia. ¿Lo lograremos en la página siguiente? La cosa promete, porque lleva el epígrafe de la primera lección: "1 Números naturales y operaciones". ¡A ver, a ver, por fin vamos a aprender algo! Pero no hay caso, que decía Mafalda: ahora nos salen tres recuadros con los epígrafes-monserga "Recuerda lo que sabes", "En esta unidad estudiarás" y "Al final, serás capaz de", más otros que más bien son salchichas sobre fondos de tres colores y en el ángulo superior izquierdo un horrendo monigote que debe de ser el tatuaje, mascota o logotipo. ¿Cuándo llegarán las matemáticas? -Pero, ¡bueno!, ¿de qué nos extrañamos? ¿No nos habíamos dado cuenta de que estábamos viendo la tele? De ahí el fondo de diseño: es el horror al vacío que campea por todo lo audiovisual (el horror y el vacío); hay fondo de diseño por lo mismo que hay vídeos en los autocares y hilo musical en los andenes de metro por más que no se necesiten para nada ni en un sitio ni en el otro. Y así como en la tele, si uno quiere ver una película, le hacen chupar primero veinte minutos de publicidad, así también aquí para llegar a la lección hay que tragarse primero los anuncios. Haiga pacencia, que todo llegará. Pero a la manera audiovisual. Bien pringado y revuelto entre la basura.
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6. Especialistas en tí. Antes un libro de texto de biología ("Lección 2: La célula") era antes que nada un libro de biología. Y la biología se puede aprender. Además, tratando al lector de usted, le despertaba por la materia un respeto que sólo podía ser benéfico. El resultado era que el alumno aprendía biología. Los libros de hoy, no es ya que clavan al lector en su papel de niño que sólo sabe hacer niñadas ("¡Qué diver!", "¡Cómo mola!"), sino que, hechos unos vulgares "especialistas en tí" ("Unidad didáctica número 2: En esta unidad aprenderás..."), no son ya libros de biología, sino libros de aprendizaje de la biología. Pero sucede que -"no aséis lo que está cocido", que decía Machado, o también:
De un Arte de Bien Comer,
primera lección:
no has de coger la cuchara
con el tenedor.-,
el aprendizaje no se puede aprender. Hace años lo dejó dicho Rafael Sánchez Ferlosio y nadie le ha hecho caso: Narciso que se ocupa de su propio aprendizaje, al alumno no le queda atención para el eventual objeto de ese aprendizaje, única cosa que lo haría posible.
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7. Pedagogía progre. ¿Aprender a aprender? Pero, ¿cómo voy a aprender nada si aún no sé aprender? Es exactamente aquella imposibilidad del movimiento que demostraba Zenón de Elea: no puedo ir de A a B porque antes tendría que pasar por C, pero para llegar a C antes tendría que pasar por D, pero para llegar a D..., etcétera. Aquel regresivo irse quedando clavado en el punto de partida es para nuestros pedagogos lo más moderno y progre que hay.
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8. "Humanidades". Que se limita el refuerzo de "las humanidades" en la enseñanza media, leo en la prensa. Pues bien: con un nombre tan cursi ya me da lo mismo, por mí que las refuercen o las debiliten, que se las metan donde les quepa. Y no son meras cuestiones de palabras, porque, como diría el otro, las cuestiones de palabras nunca son meras. Por ejemplo, de cómo llamemos a las cosas depende lo que pretendamos hacer con ellas. Humanidades: ¿por qué, por de pronto, el plural? ¿por qué ese pudibundo abstracto en "dad"? Como quien dice: "manualidades": algo inofensivo y pequeñito, de vocación decorativa. La ilustración sensible de algo así es una muchachita de hacia 1900, vestida de blanco y cubierta de lacitos, tocando el piano: la princesa está triste. Pues no señor: ahora ya no son sólo solteronas de oscuras golondrinas, maestrillos pedantes y fofos académicos putrefactos, ahora los que piden más "humanidades" son representantes sindicales.
Toda esta discusión en torno a las humanidades en la enseñanza media está, pues, radicalmente trucada: se discute algo muy accidental, si se dan dos horas más o tres horas menos de latín o griego o de literatura o filosofía, y con esa discusión se desvía de paso la atención de lo importante: por de pronto qué deben ser el latín, el griego, la literatura y la filosofía. ¿Deben ser "humanidades"? ¿El piano de la niña bien mientras espera pretendiente? Porque si es así la posible gracia del asunto se ha desvanecido. En el fondo lo más grave que hace esa palabra está ya en la simple designación. Están ahí el latín y el griego y la historia y la literatura y la filosofía, es decir, un montón de cosas que nadie sabe muy bien para qué sirven y cuya gracia muy posiblemente esté en eso, porque algo que nadie sabe para qué sirve no puede sino inquietar, y ahí llega la etiqueta: "humanidades". Ya está: ya podemos dormir tranquilos: ¿griego?, ¿filosofía?, ¿historia? Simplemente era ¡La Humanidad! ¡La Cultura! ¡La Fascinante Aventura Humana! ¡Selecciones del Reader's Digest!, ¡Port Aventura!, ¡Walt Disney!
¿Qué deben ser, pues, el griego y la filosofía? La única respuesta honesta es dejarlos ser lo que quieran, lo que ellos de entrada ya son, sin pretender justificarlos con nada: griego a palo seco y filosofía pura y dura. Sólo así, presentándose como lo que son, pueden tener la suficiente fuerza para que alguien pueda aún jugar con ellos, perderse en ellos. Porque afortunadamente aún no se ha demostrado que sirvan para nada.
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9. Motivación. Uno estudia griego no sabe muy bien por qué. Porque algo le gustará, se supone. Uno se extravía por la selva de sus verbos, se interna por sus autores, ve cómo Apolo desbarata el foso de los aqueos. Y luego vuelve uno a la vida normal. Y es posible que, a la vuelta, a algunas palabras corrientes, como efecto colateral de tantos trabajos de amor perdidos, les descubra ahora, de pronto, resonancias que antes no tenían: eso de "yermo", ¿no es éremos?, y "austero", ¿no es austerós? Y en esos descubrimientos hay alegre ligereza.
Pero hoy el compañero de griego del instituto donde trabajo como profesor de filosofía me ha preguntado qué quiere decir "tautología". Al improvisar yo una respuesta me dice él: "Bueno, con otras palabras, algo así les he dicho yo a los alumnos". O sea, que ha tenido que hablar de lo que no sabe como si supiera. O sea, que les ha engañado. ¿De dónde procede ese engaño?
Los libros de texto actuales parecen escritos por masoquistas incapaces de explicar nada por sí mismo, ya sea porque odien su materia o porque se avergüencen de ella: son libros cargados de materiales advenedizos, cuya única función es "dorar la píldora", sea por la vía de mostrar para los materiales genuinos alguna utilidad o por la de presentar jueguecitos que los hagan "más diver". En este común destino a los de griego les ha tocado la etimología: se parte de la base de que a los alumnos no les interesan las palabras griegas y se les dice que "geología" significa "explicación de la tierra" porque gê significa "tierra" y lógos significa "explicación". Ante lo cual cualquiera que les tenga algo de cariño a las palabras se dice: ¡pero qué culpa tendrán gê y lógos de todo esto! ¡La profunda e impenetrable gê, que a veces se confunde con la noche, la tierra pouluboteíre, condenada a ser ésa misma de la que hablan los tratados de geología! Y del lógos para qué hablar. La etimología opera, pues, un aplanamiento: de una disciplina difícil, que podía saberse o no saberse, pero que si se tenía la suerte de entrar en ella era un bosque sagrado en el que perderse, hace un parque temático en el que ya no tiene sentido saber ni no saber, porque sólo hay una colección de pegatinas consabidas ("tierra es geo y ciencia es logía"). Y dado que la diversión programada en esa disneylandia es sólo la otra cara del aburrimiento, ahora sí que la misión motivadora está cumplida: ahora sí que el aburrimiento está garantizado. So pretexto de despertar el interés del alumno, se le ha escamoteado la posibilidad de perderse en el bosque .
El profesor de griego que se traga la pretendida utilidad didáctica de la etimología defiende una causa perdida, pues ha de hacer como si la historia de las palabras coincidiera con su significado, cuando eso merced a los mil avatares empíricos, si sucede, sólo sucede por casualidad. Y así aquel compañero mío tenía que explicar lo que era una tautología sin estar seguro de saberlo él. Pero bueno, ¿es que un profesor de griego tiene que saber qué significan todos los términos modernos de derivación griega? La respuesta estaba clara hasta que llegó la pedagogía actual, que todo lo enturbia: como decía aquella concursante televisiva sobre el tema "Velázquez" a la que preguntaron por un billete de lotería dedicado a ese pintor: "¿Acaso tengo yo que saber cuántas cafeterías hay en la calle de Velázquez?".
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10. La verdad de la pedagogía lúdica. Cuanto más se les llena la boca con lo "lúdico" más laboralistas son. Pues sólo motivan a sus alumnos porque toda empresa capitalista tiene que incentivar a sus trabajadores.
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11. Un soplo de muerte en el aula. Comienzo de curso en cualquier instituto de enseñanza secundaria. El director de la casa o el tutor de la clase habla a los alumnos: "Porque también vosotros venís aquí a hacer un trabajo...", y les habla del futuro y de puestos de trabajo, no de Mendel ni de Gay-Lussac ni del aoristo ni la metáfora, que son tontadas de niños, y los alumnos se sienten importantes como hombres de negocios y notan una vaga tristeza, como si les rompieran un juguete...
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12. Bizquera. A la etiqueta de "humanidades" que el poder aplica a ciertas materias corresponde, cuando se trata de matemáticas, la de "disciplinas instrumentales". Ciertamente, la matemática es el instrumento por excelencia de las ciencias naturales, sobre las que toda la técnica se levanta. Pero ya no está tan claro que sea ése el punto de vista que debe primar en la enseñanza. ¿Por qué mirar a las matemáticas bizcamente, con un ojo puesto en ellas y otro en lo que ellas son... para el físico y el ingeniero? ¿O no es claro que para enseñarlas, o sea mostrarlas, hay que mirarlas como las mira quien de verdad las conoce y las ama, que es el matemático? Y para él no son el instrumento, sino el fin, el juego, la cosa misma.
Se ve, pues, el truco: considerar toda materia al servicio de otra cosa, subordinada a otra cosa (la Formación de Ciudadanos Concienciados, la aplicabilidad científica, la utilidad técnica). Siempre mercenaria, nunca estudiable por sí misma, ¿es extraño que los alumnos no le vean la más mínima gracia?
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13. Crédito de síntesis. Un rasgo del discurso pedagógico actual es la búsqueda y promoción de la cohesión: que el alumno no se limite a acumular piezas sueltas, sino que capte lo que haya de aprender como un todo. De ahí el interés en armonizar unas asignaturas con otras, de ahí la aparición del "crédito de síntesis". A primera vista nada podría ser más positivo. Y sin embargo... No siendo cada profesor entendido más que en su propio campo, ¿sobre qué base habrá de hacerse la cohesión de unos campos con otros? Parece que no sobre el saber, sino sobre ideas acríticamente recibidas, prejuicios, ideología (ver punto 4). Si nunca es de descartar del todo que un día a un profesor, por estraño favor del cielo, se le ocurra algún pensamiento vivo, ya mucho más difícil de creer es que todo un equipo de profesores vaya a verse iluminado, así en plan Pentecostés con llamitas encima de las cabezas, por el advenimiento de la Divina Gracia. Cuantas más actuaciones docentes hayamos de consensuar y más nos hayamos de poner de acuerdo unos con otros, más asegurado estará algo que parece inseparable del compromiso: la mediocridad, el aburrimiento. ¿No será que a eso va tanta monserga con la cohesión y la interdisciplinariedad, que de eso se trata, de garantizar el aburrimiento?
A una profesora de música que para un crédito de síntesis presentaba un trabajo sobre la visión de la naturaleza en la música romántica le sugería un compañero, consensuador de síntesis: "¿Y no puedes encontrar también en la música la lucha entre burguesía y proletariado?". "También": todo ha de ser igual: vista una cosa, vistas todas. Un mismo rollo consabido. Engullimiento de toda posible sorpresa por el consenso de profesionales a veces hasta políticamente correctos. Que ninguna disciplina perturbe el orden, que nada inquiete, que todo sea un mismo chiclé ñoño y mascadito y modorro.
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14. Lo que no cabe programar. Dentro de los programas de enseñanza secundaria hay ahora, según se ve, un tipo de asignatura que se llama "trabajo de investigación". Pero sucede que investigar, como desear, como amar, como jugar, como pasárselo bien, es algo que por definición no puede figurar en un programa, que no se puede programar. De modo que al programarlo lo que hemos conseguido ha sido matarlo antes de que nazca. El provecho es claro, pues la investigación verdadera, movida por el deseo y el placer, es siempre descubridora, y por eso mismo también peligrosa. Se trata, pues, de matarla antes de que nazca. Pero lo triste es que no ha sido ése el razonamiento, sino al revés: el pedagogo o el político que ha programado el "trabajo de investigación" quería de verdad favorecer la investigación y, como dicen, la creatividad. Su idea era bienintencionada. Idiota, pero bienintencionada.
Por cierto, algo muy parecido se puede decir de la asignatura de filosofía. Recuérdese lo que decíamos antes acerca del "ver dioses". Pues bien: si eso vale para todas las asignaturas es porque todas tienen, si se enseñan bien, algún rasgo filosófico: la filosofía, pues, no es que lo tenga: es que fuera de eso no es nada. De ahí que sea una materia sumamente frágil e improbable y, como tal, le sea extremadamente difícil resistir sin desnaturalizarse ningún plan de estudio, sobre todo si, como sucede con los actuales, en él se quiere decidir lo que se va a hacer en el aula sin dejar apenas al profesor posibilidades de maniobra: la filosofía decidida burocráticamente. Por eso en el sistema educativo que de los actuales más ha tenido que ver, por historia, con la filosofía, que es el alemán, no hay en el bachillerato filosofía como asignatura obligatoria, sino que, cuando la hay, es sólo porque (aprovechando que allí no cabe la posibilidad de licenciarse "sólo" en filosofía) un profesor de otra asignatura (de lengua alemana, o de historia, o de griego, o de matemáticas) que sea también licenciado en filosofía decide un año ofrecer a sus alumnos la asignatura de filosofía. Y entonces puede darla según su criterio, y nadie le va a apagar los dioses que vea porque "no estaban en el programa". Los licenciados que tan ardientemente defienden aquí una filosofía obligatoria lo que de verdad defienden son sus puestos de trabajo, lo cual por otra parte es comprensible.
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15. ¿Quién manda en los institutos? Los institutos de enseñanza media están hechos para enseñar; quienes saben enseñar son los profesores (ver punto 2); luego en los institutos son los profesores quienes deben mandar. Muy bien, pero eso es sólo una impotente declaración de deseos. No es que individuos que ejercen de profesores no lleguen a poseer una enorme capacidad de mangoneo. Una profesora puede hacer del feminismo -variedad agresiva- objeto obsesivo de su actividad docente hasta provocar entre sus alumnos tal malestar que acaben negándose a entrar en sus clases: no por ello se actuará contra ella, pues, merced a su bandera de feminista, contará con el acoquinado apoyo de la Junta Directiva, que le dará carta blanca para cometer todos los desmanes que el servicio a su solidaria causa le dicte -y cualquier padre tragará que, si los alumnos no aceptan a la feminista en cuestión es sencillamente que son "machistas"-. Pero, ¿significa eso que en los institutos manden los profesores? Pensemos en lo que sucede cuando análogo revuelo entre los alumnos viene provocado por un acto estrictamente docente (un examen "demasiado difícil", por ejemplo): sin falta la Junta Directiva, siempre comprensiva con los alumnos que protestan, es decir, con sus padres, llamará al profesor al orden. El que actúa simplemente como profesor, sin revestirse con el aura del servicio a más excelsas causas (feminismo, antirracismo, nacionalismo, ilustración sexual, fiesta por la fiesta o lo que sea) carece del requisito indispensable para obtener apoyo institucional. Parece, pues, que en los institutos ya no mandan los profesores. Mandan los ideólogos (ver punto 4). ¿Hemos de extrañarnos de que en ellos ya nadie aprenda nada?
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16. La enseñanza en la época psicologista. Pero, ¿cómo iban a aprender si, tratándose del aprender humano (no del de un ratón al que un psicólogo "motiva" para que "aprenda" a pulsar una palanca: ver punto 18), es elemental que un objeto no aprende? Nunca como hoy, que tanto se habla de "escuela activa", han sido los alumnos menos sujeto y más objeto: objeto de la observación de sus profesores, objeto de la charla de los psicólogos, objeto del mangoneo de sus padres cabe profesores y "tutores". Pues, ¿qué es eso de sujeto y objeto? Un objeto es antes que nada algo de lo que se habla, algo definido, un ente dotado de propiedades, determinado por ellas, condenado a ellas. Un sujeto, en cambio, es antes que nada un agente, y un agente no puede, en cuanto tal, permitirse tener propiedades: las eventuales propiedades que quisiéramos adjudicarle serían inmediatamente desdichas por sus actos -o el pretendido agente no era tal-. Pues bien: nuestras aulas están hoy pobladas de "tímidos", "hiperactivos", "anoréxicos", "hipocondriacos", "distraídos", "orgullosos", "depresivos", "inestables": individuos clavados cada uno a su correspondiente definición y caracterización: objetos. Diríase que escuelas e institutos, habiendo perdido la confianza en su función propia, han tomado prestado el punto de vista de las instituciones sanitarias y han reservado el puesto de honor para el psicólogo. Así, el discurso psicológico, tematizador del alumno y de sus problemas y capacidades -"especialistas en tí"-, ahoga cada día más al genuíno discurso docente, que tematiza los contenidos a enseñar . El alumno, que debía funcionar como puro sujeto, como ojo que, él mismo transparente, permaneciera abierto a los objetos que el maestro ante él despliega, ha adquirido así, al cargarse de propiedades, la consistencia de una cosa y se ha vuelto opaco, cerrado ya a cualquier percepción y aprendizaje.
Pero con el psicólogo han entrado en la institución escolar los papás: discurso psicológico y discurso familiar se apoyan mutuamente, entronizados ambos por una misma ideología "progre". Resulta así todo ese pringoso chalaneo que padres, psicólogos y profesores se traen con los alumnos y que -dulzón, maternal y ñoño- viene a obturarlos como sujetos de aprendizaje: la costumbre de tratarles de tú y por el nombre de pila, la sobreprotección y el paternalismo ("los chavales", dicen), todo conspira para prolongar contra natura el clima afectivo familiar, de modo que el alumno no advierta, ¡por Dios!, que ya no está en casa, como si la vida fuera una tibia burbuja rosa en la que to er mundo é güeno y todos somos maravillosos. Frente a esto, el ya difunto instituto prepsicologista, tan criticado por los progres, tenía pese a todo, con su impersonal trato de usted y su severidad de principio, una preciosa virtud liberadora: la de tratar a sus alumnos como personas responsables, es decir, precisamente como sujetos. Con lo cual, a la vez que los preservaba como sujetos de aprendizaje, los iba haciendo -a andar se aprende andando- realmente responsables y adultos .
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17. Cuatro frías paredes. A veces no hay más que poner del revés las palabras del progre para hallar la verdad. En el instituto donde trabajo tenemos uno que a cualquier hora, aburrida monserga, deja caer lo siguiente: "Porque el instituto no deben ser cuatro frías paredes adonde el alumno va a cursar una serie de asignaturas; debe ser mucho más, debe reflejar la sociedad; debe organizar exposiciones, campañas...". O bien: "debemos procurar que el alumno se encuentre como en su casa". Con lo cual suele en efecto este progre promover la desaparición de los espacios vacíos de las paredes bajo una multitud de cuadros, dibujos, pósters, fotos y carteles colgados con los más diversos pretextos, generalmente coincidiendo con alguna "campaña" en favor de alguna causa políticamente correcta. -Pues sí, señor -hay que contestar a este progre- el alumno tiene derecho a que el instituto sea cuatro frías paredes, tiene derecho a que se le preserve mientras está en él de la barahúnda de incitaciones, del ruido, que cunde afuera. Un poco como en el psicoanálisis se preserva un marco espaciotemporal distanciador, sólo el aislamiento o corte con la realidad permitirá que la distancia simbólica tenga lugar. Sin esa distancia no hay percepción clara posible -ni, por otra parte, libertad-. Por eso la enseñanza es constitutivamente distante, fría.
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18. Escuela activa. La atención que todo aprendizaje requiere como condición viene a ser un cierto estar activamente quieto, un cierto esfuerzo o tensión por mantener una quietud o fijeza, quietud que, como esencial al aprendizaje, ha de acompañar incluso aquellos ingredientes suyos que se traduzcan en movimientos físicos, como los de la mano que línea a línea va trazando un dibujo, regidos siempre por una mirada vigilante, esto es, activamente quieta, tensa sobre lo que uno se trae entre manos, y así discernidora. Como ésa es la verdadera actividad del aprendiente, su verdadera capacidad de acción y decisión, aquello en lo que él se muestra como sujeto, el poder, al que nunca interesa que nadie sea sujeto, tenía que destruirla (lo cual no iba por otra parte a ser impopular, pues todo rebajamiento de dificultades y tensiones, toda promoción de la pasividad halaga a la masa), pero, como todo aquello que, como la actividad, parezca redundar en que cada uno sea sujeto goza automáticamente de prestigio, tenía también que disfrazar esa destrucción de su contrario, de promoción de la actividad, para lo cual nada venía mejor que aprovechar el esencial carácter de quietud que la genuina actividad del aprender tenía para hacerla pasar por pasividad. Se trataba, pues, de pervertir aquella actividad: haciendo como que se la fomenta, destruirla. Para ello el poder ha ideado la creación y promoción de una "escuela activa", en la que los alumnos, en medio de un caótico zipizape, sin tranquilidad ninguna para atender a nada ni controlar sus movimentos ni por tanto discernir nada ni aprender nada, incesantemente alzan la mano, dan su opinión, protestan, discuten, rayan a rotulador un papel, teclean al ordenador, pintan, modelan, copian, brincan. Es decir: se mueven. Pero ese movimiento es ahora el negativo de aquella actividad constitutiva
del aprender: ya no es esfuerzo, sino dejadez, ya no es tensión, sino flojera, pues ya no hay nada que discernir ni nada que no dé igual, pues los presuntamente aprendientes sólo han de dejarse llevar por la espontaneidad mecánica de sus fibras musculares, reflejos, motivaciones, caprichos, gustos, opiniones y prejuicios. Como el de bolas de billar llevadas de aquí para allá, es un movimiento inercial: la perversión de la quietud activa esencial a todo aprendizaje está cumplida, y aquí el poder ha acabado su tarea.
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19. Modelo de Propuesta para una Reunión de Departamento en un Instituto de Enseñanza Secundaria.

CONSIDERANDO que, al ser acreditables los objetivos terminales del primer ciclo en su segundo nivel de concreción como objetivos generales del segundo ciclo en su tercer nivel de concreción, resulta que el tercer nivel de la concreción de los objetivos generales del primer ciclo se considerará primer nivel de concreción de los objetivos terminales del segundo ciclo, con el inconveniente de que en este caso no cabe aplicar el sencillo proceder que tanto éxito tuvo la vez aquélla de "la parte contratante de la primera parte", pues, pese a venir como anillo al dedo a las presentes circunstancias, sería considerado una grave falta de acatamiento al espíritu y la letra de la Ley de Ordenación General del Sistema Educativo (que creo que le llaman), sino que es nuestro deber y salvación encontrar sentido y coherencia en este abracadabrante pandemonium,

Y CONSIDERANDO por otra parte que ello nunca sería factible en un estado medianamente lúcido de conciencia,

PROPONGO que en ninguna Reunión de Departamento se abra la sesión hasta que, bajo el efecto de algún estupefaciente como podría ser verbigracia un canuto que cada uno de nosotros a partir del próximo día podría traer a la sesión, hayamos alcanzado un estado de conciencia suficientemente crepuscular como para encontrar sentido ya sea a los créditos, fijos o variables, de análisis o de síntesis, ya sea a las dos clases de objetivos, ya sea a los tres niveles de concreción o ni que sea, en fin -el dia que las instancias competentes mediante oportuna publicación en el BOE tengan a bien crear esa figura-, a las siete apocatástasis de la albóndiga abollonada.

En............., a... de........ de....

(Firma)