martes, 17 de enero de 2012

Madrid, 8 y media de la mañana

EL AIRE APESTA A COCHES

¿Qué podemos hacer más que denunciar al Automóvil, atacarlo como lo que es, no un medio de trasporte sino una idea vana que está apestando la tierra? Lo tenemos delante todos los días, año tras año en mayor cantidad, pero no podemos tomárnoslo como quieren que nos lo tomemos, como si fuera la naturaleza misma ¿no? Tampoco es ningún beneficio del progreso, no es un istrumento útil al que no se pueda renunciar, ni un mal necesario que tenga su arreglo en ningún futuro, con unas cuantas obras más o unas cuantas campañas educativas más o menos ecologistas. Como sabe todo el mundo (da igual que no quieran reconocerlo o no puedan), es claramente un atraso, un retroceso teniendo en cuenta que antes de él se había ya dado con buenas soluciones al asunto del trasporte, en los tiempos del progreso de los bisabuelos, inventos que estaban a la mano y no había más que desarrollar, mil veces más potentes y eficaces. Pero no: han tenido que cargarse los trenes y los tranvías para imponernos el trasto, el auto personal, y con él la fatigosa tropa de camionazos, autobuses, autocares o como los llamen, y, de remate, carreras de coches y motos como espectáculo favorito. Es, ni más ni menos, una imposición del régimen del Estado y del Capital, que necesita eso para seguir desarrollando su plan ideal para todo el globo, y es por tanto una necesidad del súbdito ideal de este régimen, el que se cuenta por millones. Lo han impuesto y aquí está esta peste en el aire, este constante peligro de muerte al ir a cualquier lado, la arritmia insoportable del tráfico y de los semáforos, este horror de que los autos hayan invadido casi del todo el espacio público, los sitios donde podía –quién sabe– vivir la gente, y de que los campos sean ya desiertos atravesados por carreteras, sin caminos, sin caminantes. Poco más de un siglo lleva en el mundo y ha trasformado la haz de la tierra.

Los indios pata-de-goma,
vistiendo chapa de acero,
por caminos de betún
ruedan rápidos y serios. ¡Atrás, a contratiempo!

No puede esperarse que ningún grupo más o menos progre de los que tanto abundan entre demócratas (ni más o menos carca tampoco) se ocupe siquiera de esta cuestión, porque, formados como están por una mayoría de beatos informados por la industria de la información (¡tan bien que la describieron Horkheimer y Adorno en su inolvidable escrito!), no son capaces de decir lo que las narices huelen, los oídos oyen y los ojos ven: para ellos el Automóvil es tan inamovible, hasta tal punto forma ya parte de su mundo, que sólo pueden considerar una y otra vez medidas de mejora del invento, igual que los políticos con los que compiten en insulsez, no vayan a darse cuenta como aquí hacemos de que se trata de algo que sobra en el mundo, que sólo sin él “otro mundo es posible”.

¡Y cada vez somos más automóviles!

En el automóvil se ve como en ningún otro sitio la estupidez a que conduce la idea de la propiedad privada (eso de “lo mío” que resulta de confundirme a mí con el nombre propio del DNI): ahí los tenéis, yendo todos más o menos al mismo sitio pero cada cual con un vehículo de su propiedad (o la del banco). Les han vendido eso, la idea de que el automóvil es una de esas cosas que los ingleses llaman commodities, y al señor, es decir a cada uno de los que creen en sí mismos o quieren creer y que se crea en él, le gusta mucho su coche, la potencia o la importancia que le da el lanzarse por las calles y carreteras sentado en su sillón como en un trono, ocupando como veinte cuerpos, aunque tenga que ser a paso de tortuga, siendo tantos miles los que (¡qué casualidad!) tienen esactamente el mismo gusto y opinión que él: “a mí el coche que no me lo toquen”. “¿Y para qué quieres tú tener un coche?” le preguntaba una vez a un pobre chico que andaba en ésas de quererlo: “Para ser alguien.” respondió. Da igual que, al cabo de los años, algún automovilista que otro tenga que reconocer que está harto, que le han colocado un latazo inmortal y que no puede más, o que los muertos y maltrechos de la carretera (¿quién no cuenta varios conocidos?) sigan ahí fijos y previstos en las estadísticas, para mayor negocio de los espertos en la seguridad y los seguros, de los fabricantes de sillas de ruedas y de los servicios de ambulancias y funerarias.

Pues no hay problema menos debatido, más disimulado con zarandajas: eso es tabú. Tal vez los únicos que por acá intentan llamar la atención sobre él y maldicen de la invasión del auto en Madrid sean esos de la bici-crítica, a su manera, juntándose por miles el último jueves de cada mes “a tapar la calle” con bicicletas. Poco más asoma a la luz pública, a pesar de lo mucho que algunos han hecho por decirlo y escribirlo bien claro. Indagar por ahí es peligroso: adónde iríamos a parar si se cuestiona la necesidad del Auto Personal y de seguir vendiendo autos; por ahí podíamos incluso poner en duda el beneficio indudable de tener un puesto de trabajo al que acudir en el auto de uno; o, puestos a pensar, pensar que el renombrado problema del paro (o de la economía en crisis) es otra imposición del régimen del que hablamos (el que tenemos encima), un fantasma emanado de esos medios de formación de masas, la prensa y la televisión, que la publicidad del auto financia y sostiene y que sostienen el mundo del auto. ¡Cuántas mentiras saldrían al la luz! Podríamos llegar a recordar incluso que las máquinas podían ser útiles para ahorrar a la gente trabajos y complicaciones, o que no hace ninguna falta una organización estatal, ninguna banca siquiera para eso de ir viviendo. ¡Hasta el dinero podríamos llegar a decir que no es necesario!, porque, claro: ¿para qué sirven el dinero y los puestos en que se gana si no es para mantener un auto o dos o tres, los que a la familia le hagan falta? La Familia misma, la Democracia, la Civilización, el Porvenir, quedarían sin disculpa alguna sin él, sin el rey de la Creación, sin la fe en el Automóvil. Y la Persona: para ser alguien, una persona real y no cualquiera, es menester en esta tribu tener un carro como el rey Agamenón: ésa es la idea (aunque tenga que ser uno mismo su propio chófer, por eso de que “estamos en democracia”).

Pues sí: en el Automóvil se reconoce al Individuo, fabricado en serie, cada uno con su número, por el poder del dinero, que falsifica la vida de la gente convirtiéndola en esa cosa individual y astracta de la que trata la estadística, con la que cuentan desde lo Alto los Estados del Capital para su planificación, para la conversión de las cosas en dinero: existencia de uno, que es, por una cara, él y nada más que él y, por la otra cara, lo mismo que todos los demás en cualquier conjunto o población en que se cuente, uno de ellos, una contradicción con la que no hay quien viva: el individuo tiene sus funciones previstas en el régimen, es esa istitución bajo la cual la vida se me convierte en mi futuro, en la sombra de mi muerte (tal como está prevista en la estadística), las posibilidades de andar por ahí se convierten en: necesito un coche.

No: no se puede honradamente reconocer esto del individuo, como tampoco al automóvil, como si fuera “la naturaleza misma”, algo inocente en sí. Fatalidad fabricada es lo que es esta condena a vivir como individuos entre millones de automóviles, como automóviles entre millones de ellos, que no es vivir. ¿Qué es “una unidad” más que una falsificación creada por la Contabilidad y la matemática a su servicio, un ideal que esta administración nos impone, esto que sufrimos aquí abajo, contra lo que nos levantamos porque reduce las cosas a dinero, a nada? No hay modo de atacar la propiedad privada sin atacar al propietario, al individuo con su auto o al auto con su individuo: la imposición del ideal. A estas alturas de la locura, no es muy difícil darse cuenta de que son los automóviles los verdaderos habitantes de las urbes y los componentes de las poblaciones de los estados, que a los hombrecillos de carne y hueso los destinan a ser una de las piezas del auto (el verdadero individuo), encargadas sólo de algunas funciones a su servicio, y son los autos mismos los que eligen a sus gobiernos en las votaciones (esos gobiernos de Coches Oficiales), los que van a comprar, los que van a trabajar, los que van de vacaciones y los que celebran las fiestas del calendario y los triunfos deportivos. Ecce homo. Y en cuanto a su señora…

Ya decía Teresa Panza

“…me tengo de ir a esa Corte, y echar un coche como todas; que la que tiene marido gobernador muy bien le puede traer y sustentar.
Y ¡cómo, madre! –dijo Sanchica; ¡pluguiese a Dios que fuese antes hoy que mañana! aunque dijesen los que me viesen ir sentada con mi señora madre en aquel coche: Mirad la tal por cual, hija del harto de ajos, y ¡cómo va sentada y tendida en el coche como si fuera una papesa! Pero pisen ellos los lodos, y ándeme yo en mi coche, levantados los pies del suelo. ¡Mal año y mal mes para cuantos murmuradores hay en el mundo! y ándeme yo caliente, y ríase la gente. ¿Digo bien, madre mía?
-Y cómo que dices bien, hija! respondió Teresa; y todas esas aventuras y aun mayores me las tiene profetizadas mi buen Sancho; y verás tú, hija, cómo no pára hasta hacerme condesa; que todo es comenzar a ser venturosa…”


Sería hermosa una revuelta contra el Automóvil, descubrir que aún quedaba algo en nosotros que no era individual, que no era una pieza del Auto y su reino, que no se parecía tampoco a su Señora ni a su Hija, y que por tanto sentía y entendía el error y el horror que nos han metido. ¡El dinero que mueve la propaganda para hacernos creer que “ha salido un auto nuevo”!¡Tantas guerras mortíferas, además, alrededor de los pozos del oro negro, para que sigan circulando en esta paz aterradora, ruidosa y pestilente!
¿Hace falta recordar todo esto?
No puede la razón, el corazón, dejarse apabullar por muy imponentes que sean los números, las cifras de la barbarie. En medio del terror apenas recubierto en que vivimos se alimenta de deseos y del recuerdo de todo lo prohibido.

Sabemos que en algunos sitios alguna gente que andaba por ahí suelta, sin caparazón de lata, se ponía en la desesperación a quemar autos (siempre pocos, siempre se echaba de menos que ardieran también gasolineras, autoescuelas, cartelones de propaganda, concesionarios de ésos y fábricas de coches o autobuses al grito de ¡Muera el automóvil!) y era de ver la indignación de los autos, cómo se espresaban por todos los medios llamándolos vándalos y cosas peores, ante el regocijo de lo que nos queda de vivo. Si pudiéramos hacer una gran pira con unos cientos de ellos, tal vez sería poco también, pero qué menos para hacer oír este hartazgo de su presencia, este ¡no al automóvil! que no puede menos de clamar: ¡que no se fabriquen ni se vendan más! ¡al carajo la economía! ¡muera el Ser, el Estado y el Capital!

Con pira o sin ella, por el mero fuego de la razón, ¡que muera esa idea funesta! Que es que algunos ya no aguantamos más este régimen de la administración de muerte a toda velocidad y nos da muy poquito miedo que se hunda. ¿Qué pasa?

¡Ah, que usted es usted y sí lo aguanta todavía unos años?
Usted sabrá sus cuentas y lo que le compensa cada día mientras sigue engordando el Parque Móvil con su Policía.

¿Que le da demasiado miedo que se hunda?
Será que no ha pensado mucho en qué consiste ¿no?

¿Que es que incluso sabe de buena tinta que éste es un régimen ya para siempre, o que siempre ha sido así, como nos han contado? ¿Que no pueden con la chapa y las ruedas de los automóviles hacerse ya otras cosas?
Permíta que la gente se ría de ese saber suyo y que le llame por su nombre: es una fe. Será que lo que pasa es que tiene usted mucha fe en la autoridad, fe en Dios (o en el Futuro o en el Hombre o como usted lo llame) y muy poquita confianza en lo de abajo, en la gente y en las cosas amables que con esa fe está usted condenando a servir a Dios por muchos años mientras usted se dedica a disfrutar del amor de lo suyo (de su auto) en el reino del dinero. Si es así, pues nada: ¡feliz atasco! y ¡no olvide hacer deporte!

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